NO SUTURAR

Breve ensayo por María Ignacia Muñoz



En la punta de la palabra está la palabra (…). En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo. ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.

-Clarice Lispector.



Aquí, pretendo un paisaje con texturas negativas, flores y tormentas llenas de preguntas que no pretendo responder. Una cartografía de la melancolía hipermedial y un altar a los enigmas eróticos para revitalizar la vida.

Ante el eclipse, el paisaje del deseo se torna crepuscular, la era del capitalismo tardío utópicamente nihilista, presenta un goce sin Eros, un placer hiperhedónico, una imposibilidad de sostener la oscura noche sin estrellas. Etimológicamente, el deseo es un “estar bajo el cielo”, en condición de desorientación, de nostalgia y lejanía, que posibilita aperturas al reconocimiento necesario para la emergencia contingente y la búsqueda de la propia estrella en el encuentro de aquel borde no suturado. La angustia en las carreras de los cuerpos especulares, cuerpo avatar, cuerpo bidimensional, persiguiendo placeres eternamente insatisfechos. Cuerpos aplastados que, en la sorpresa del encuentro, a veces, se impactan con el enigma. Una fisura, una cicatriz en la piel y en la palabra, en los otros ojos, en las ropas rotas. Sostenemos el miedo y suspendemos la certeza apelando a recuperar la vida en la línea de riesgo, apelando a poder volver a crear en la fuerza del impacto de la desorientación. La falta que anima a la búsqueda, y que nos supera desde el enigma, la lágrima después del sexo, me desgarra, me transporta y acontezco, entonces, vida.


I. ASOMBRO Y SACRIFICIO

Deseo/disolver las líneas demarcadas, hacer estallar el mundo, romperme un poco, transformar este cuerpo en puntos sostenidos por lenguajes prestados, los cuales, por efectos varios, colapsan ante su propia gravedad. A veces línea, caricia u Otro; el borde, eventos de sentido. Aperturar en la duda, la posibilidad de hacerse titubeando, la posibilidad misma de titubear en ese algo que parece no existir; Kairós de toda metamorfosis. La herramienta y mirada que precipitarán la caída, hacen florecer la frontera; en su imperceptible cualidad de luciérnaga del acontecimiento, de zona de contacto. 




II. [ZWISCHEN]

La caída como nacimiento de multiplicidades. Algún día ante la ventana, como un altar o un puente hacia las fugas, lo que señala un instante de hogar y la posibilidad de hacerlo arder. 

En el erotismo del ser discontinuo, hallamos las manos arrebatando instantes a la indistinción de las ropas, la carne o la luz; los ojos, en operaciones confusas ante el destello de la continuidad –desde Bataille y Dufourmantelle–, en el encuentro, es la muerte quien arriesga en nosotros. 

Aquellos paisajes enigmáticos sobre pliegues dislocados de posibles retornos, los umbrales. La primera fractura, como hiancia, es la fuga del signo de la condena del unívoco, su devenir geografía, paisaje. No pretendo evocar una historia sostenida desde dentro de la forma del mundo, o exigir a la forma una revelación previamente anunciada, al contrario, le pido su desobediencia, su diferencia. Pensar al lenguaje como sonido en la zona muda de su pronunciamiento, allí donde el cuerpo, como acontecimiento, irrumpe en relación contingente con lo velado, con lo exterior, o con lo demasiado íntimo para convertirse en símbolo. La distancia del planeta Melancolía. 

Poner en movimiento la vida en el deseo, por sobre todo, implica arrojos a los relieves de lo impreciso; al igual que la lengua, el cuerpo, para Le Breton es también una medida del mundo. Si encontramos alas cortadas, ¿hallaríamos la mariposa o el ángel?

III. LO CONTINGENTE DEL BORDE

La subjetividad contemporánea se halla desfondada, el cuerpo del Otro es una superficie transparente, no porque carezca de geografía habitada, sino porque se ve interpelada por modos de producción de sentido que anulan el conflicto, el corte, la heterogeneidad.

En el borde esa neutralización se difumina. La matriz de posibilidad es también la refracción de la luz. Es el lugar donde lo que no coincide resiste a ser domesticado por la biopolítica de la adaptación, del rendimiento, de la repetición anestesiante de aquellos cuerpos sabidos.

La potencia es, entonces, el poder de habitar lo que no cierra. Una interrupción fértil del acontecimiento. Como sugiere Ana María Fernández, la dimensión política de lo subjetivo no está en la afirmación de un idéntico, sino en la fricción, en el temblor, en lo que se escapa. La subjetividad no es un dato, sino una tensión. No se da, se produce en la disputa por la inscripción en lo social, lo simbólico y en la carne. 

El movimiento diferencial como arrojo a la no certeza, atravesar la interpretación hermenéutica para jugar a las no coincidencias con aquello que florece, o nace como estrella en el acontecimiento. Donde hay algo que parece no existir, la mirada es seducida a los paisajes negativos de toda discontinuidad, es la lágrima y la luz de todo planeta. En este pliegue, el borde deviene lugar de invención del lenguaje y del cuerpo. Acontecer sin garantía. El deseo, entonces, no como falta que busca completud, sino como impulso de descomposición de todo cierre.

Los riesgos del encuentro en la opacidad del mundo sin clausurar pueden crear zonas de restitución de lo singular, de lo afectable, de lo que afecta. Entonces, nuestra duda para hilar y deshilar, la excitabilidad del cuerpo y la lengua, darle a las flores o cicatrices impregnadas en nuestras manos la posibilidad de aperturar lo revelado en las ausencias.




IV. CARTA DE AMOR, TRAVESÍA DE ESPEJISMOS

Como aves ciegas hacia un sol en llamas, pienso en Bergson, en algún punto más allá. Donde algo vive hay abierto, en alguna parte, un registro en que el tiempo se inscribe y crea, un acontecimiento. 

Entonces, el riesgo aparece también como amante Orfeo quien no pudo no voltear y otros tipos de raptos. El punto de convergencia entre dos seres divergentes, la aparición de un cuerpo.

No es en la distancia, sino en el impacto, en donde los cuerpos se abren a la continuidad, en el devenir la violencia elemental y en la rasgadura de la sensación de posesión de sí, un despliegue posible en la línea de riesgo. La palabra que falta en la despedida de toda carta de amor, nos salva de poder suturar. Como dice Dufourmantelle:


“En las coyunturas, en las señas minúsculas de consentimiento de las que somos capaces en nuestra conversación con lo real, y en ese momento inventar eras de micro-dependencia, pequeñísimos paisajes de muy violentos apegos, con algunas burbujas alrededor, tan ligeras como alas de libélulas”.


Creer en la cualidad de lo no-realizado, leer con lenguajes prestados, fugaces, cuando la línea se borra. Poder nuevamente caer o existir, acontecer, aún.




María Ignacia Muñoz (Santiago, 1996) es Licenciada en Artes Plásticas por la Universidad de Chile. Actualmente, está finalizando sus estudios de Psicología, con especialización en Filosofía, en la Universidad Alberto Hurtado. Su propuesta de aproximación al mundo se define como transdisciplinaria y nómade, donde la práctica artística sostiene la experiencia de un cuerpo sensible que también trabaja con la palabra como una materialidad política, siempre en diálogo con el Psicoanálisis y en tensión con elementos propios de la Estética contemporánea.

Bibliografía complementaria al ensayo