Ensayo por Drago Yurac
Odio a todos, pero dame un abrazo.
En aquello se puede resumir una sensibilidad pupypunk. Pero hay más. El tarot Rider Waite también lo sugiere: especialmente en cartas como la del Diablo o la del 3 de espadas, en la que tres dagas se clavan en un corazón con la lluvia de fondo. Luz Casal en Un año de amor y Almodóvar también logran mostrar un lado pupypunk con tono seductor. Kate Bush es íntimamente pupypunk. Si una ve el desplante de su danza en Wuthering Heights o en Running up that Hill, se percibe entrelíneas la violencia estética, junto a la ternura subyacente que abriga el frío interior de nuestro cuerpo.
Una amiga llegó a un encuentro de estudio donde hablamos de sueños. Tiene gustos oscuros: desde Lovecraft hasta Psychic TV (Genesis P-Orridge, de hecho, es el epítome de esta actitud. Que haya tenido hijas con la madre santa del new age es absolutamente pupypunk). Esa vez ella llegó entera de negro, con un chaleco invernal de Mickey Mouse. Collares ocultistas y unos cachos de diablo por la época de Halloween, dieron la impresión de esa ternura rabiosa como la de una Kuromi.
Hello Kitty es cuqui o kawaii, tal como lo define Simon May en su ensayo El poder de lo cuqui, pero la Kuromi es pupypunk. Evangelion y Nana también podrían acercarse a esta sensibilidad. En esta última, eso sí, cabría precisar: Nana Hachi es puramente cuqui, mientras que Nana Osaki es la reina pupypunk, sobre todo en esos momentos de fragilidad donde se preocupa que su amiga haya preparado la torta para su banda. En la misma línea, T.a.T.u. es mucho más pupypunk que Supernova. Todo lesbodrama puede tener una atmósfera oscura y vulnerable, pero no todo lo pupypunk es sáfico.
Se apoya en una inocencia a la que no se puede renunciar. No se contentaría tampoco con recuperar esa infancia perdida o la mera vulnerabilidad, sino que también le agrega esa pizca de malicia. En cierto grado esto lo corrompe. Y esta misma maldad, es alterada por esa debilidad –quizás mamífera– de afecto. El Kimchi tiene algo de pupypunk: lo suficientemente picante para interrumpir otros sabores en tu paladar, lo suficientemente suave como para poder comerse del tarro mismo.
Lo pupypunk no es una sensibilidad necesariamente “inteligente”. Pese a ello, las brillantes Simone Weil, Anne Carson o Maggie Nelson pueden encarnar a ratos esa actitud. Sobre todo esta última en Los argonautas, donde en su intento de entender un nuevo tipo de pareja o familia cuando conoce a Harry Dodge, el ícono de la camiona transformada en hombre barbón, entra en conflicto con sus poses y compromisos intelectuales amurallados. Aunque la que mejor encarna esta contradicción es Chris Kraus: en Aliens y anorexia la protagonista se acerca al sadomasoquismo desde el amor ingenuo. La pregunta de fondo puede ser también: ¿cuánto tiene que ver el pupypunk con alguna idea sobre el amor?
Una amiga llegó a un encuentro de estudio donde hablamos de sueños. Tiene gustos oscuros: desde Lovecraft hasta Psychic TV (Genesis P-Orridge, de hecho, es el epítome de esta actitud. Que haya tenido hijas con la madre santa del new age es absolutamente pupypunk). Esa vez ella llegó entera de negro, con un chaleco invernal de Mickey Mouse. Collares ocultistas y unos cachos de diablo por la época de Halloween, dieron la impresión de esa ternura rabiosa como la de una Kuromi.
Hello Kitty es cuqui o kawaii, tal como lo define Simon May en su ensayo El poder de lo cuqui, pero la Kuromi es pupypunk. Evangelion y Nana también podrían acercarse a esta sensibilidad. En esta última, eso sí, cabría precisar: Nana Hachi es puramente cuqui, mientras que Nana Osaki es la reina pupypunk, sobre todo en esos momentos de fragilidad donde se preocupa que su amiga haya preparado la torta para su banda. En la misma línea, T.a.T.u. es mucho más pupypunk que Supernova. Todo lesbodrama puede tener una atmósfera oscura y vulnerable, pero no todo lo pupypunk es sáfico.
Se apoya en una inocencia a la que no se puede renunciar. No se contentaría tampoco con recuperar esa infancia perdida o la mera vulnerabilidad, sino que también le agrega esa pizca de malicia. En cierto grado esto lo corrompe. Y esta misma maldad, es alterada por esa debilidad –quizás mamífera– de afecto. El Kimchi tiene algo de pupypunk: lo suficientemente picante para interrumpir otros sabores en tu paladar, lo suficientemente suave como para poder comerse del tarro mismo.
Lo pupypunk no es una sensibilidad necesariamente “inteligente”. Pese a ello, las brillantes Simone Weil, Anne Carson o Maggie Nelson pueden encarnar a ratos esa actitud. Sobre todo esta última en Los argonautas, donde en su intento de entender un nuevo tipo de pareja o familia cuando conoce a Harry Dodge, el ícono de la camiona transformada en hombre barbón, entra en conflicto con sus poses y compromisos intelectuales amurallados. Aunque la que mejor encarna esta contradicción es Chris Kraus: en Aliens y anorexia la protagonista se acerca al sadomasoquismo desde el amor ingenuo. La pregunta de fondo puede ser también: ¿cuánto tiene que ver el pupypunk con alguna idea sobre el amor?
Quizás la ternura como elemento logra quitar seriedad a la venganza anhelada. También es una forma de defenderse del aspecto unidimensional de la rebeldía o el vacío. Lo pupypunk nace en el seno de una sensibilidad acostumbrada al colapso.
Es más Torn de Natalie Imbruglia y menos White flag de Dido. Tiene algo de inmunidad al pop masivo y las galas. Una impostura de bajo perfil. Actualmente, Caroline Polachek, con su desplante hadístico, la voz aguda habitada por cadencias trip hop, le dan el toque oscuro necesario para no sucumbir a la mera banalidad pop. Por eso el pupypunk es una resistencia al día de los inocentes. Ser sensible requiere esa actitud katana, la capacidad de cortar con el mundo para defendernos del vacío o el exceso que insulta.
Las faldas de los personajes de Twin Peaks podrían tener este tono, las baladas de Angelo Baladamenti (algo del terror psicológico de Lynch es abrigador). Una chica pupypunk se vestiría de tonos negros, pero aceptaría el brillo y el rosado en la chaqueta de cuero. El gris en la lana de invierno es un color pupypunk, los bordes circulares de los cuellos, los chalecos heredados que nos recuerdan a esas abuelas que fueron revolucionarias o íconos de sus barrios. Las jardineras, las poleras a rayas en la soltura y letras de Rosario Bléfari: aquí tiene que ver más con la personalidad, de otro modo, quedaría solo en el pupy. Mostacillas de metal en el cuello, cadenas, mariposas y cisnes tatuados suciamente. Creer en algún tipo de espiritualidad bajo los cielos cosmopolitas y anónimos.
Ciertos momentos del otoño o la primavera son pupypunk: la lluvia torrencial que sucede en un abrir y cerrar de ojos durante la noche. Pero no tendrá protagonismo al día siguiente. Será delatada por unos charcos que reflejan la nubosidad parcial, en el rocío demasiado exagerado de la mañana, en la ropa que olvidamos guardar. Un día nublado en la playa cerca del mar, con viento, tapadas con nuestros gorros. Pero quizás voy demasiado lejos. En realidad, lo pupypunk no pertenece del todo al artificio ni a la naturaleza. Hay un pie, aunque sea demasiado pequeño, en la sensibilidad bucólica. Por ejemplo, Chiloé tiene paisajes y momentos así: iglesias góticas llenas de penumbra que conviven con chalecos de lana y hospitalidad.
Escribir poesía en el siglo XXI puede tener una cuota de pupypunk, sin duda. Pero no toda poesía lo es. Stella Díaz Varín vivió de una manera punk, quizás, pero su escritura es más cercana al pupypunk. Se afloja la actitud defensiva y se abre un mundo de misterios. Tal vez nunca leeremos “acuéstate a mi lado”, pero tampoco “mátame”. En cambio, leemos: “Quiero caminar contigo / de pie sobre el agua” y “Uno no puede valerse de nadie”.
Lo pupypunk no logra ser moral ni aleccionador. Tampoco es un gesto meramente estético, aunque sí individualista. Se parece más a sobrevivir. Es una forma de salvaguardar una alegría sin entregarse totalmente a ella. Una técnica de evasión de la amargura, una crítica silenciosa a la banalidad, un riesgo interior que nadie nos pidió.
Es más Torn de Natalie Imbruglia y menos White flag de Dido. Tiene algo de inmunidad al pop masivo y las galas. Una impostura de bajo perfil. Actualmente, Caroline Polachek, con su desplante hadístico, la voz aguda habitada por cadencias trip hop, le dan el toque oscuro necesario para no sucumbir a la mera banalidad pop. Por eso el pupypunk es una resistencia al día de los inocentes. Ser sensible requiere esa actitud katana, la capacidad de cortar con el mundo para defendernos del vacío o el exceso que insulta.
Las faldas de los personajes de Twin Peaks podrían tener este tono, las baladas de Angelo Baladamenti (algo del terror psicológico de Lynch es abrigador). Una chica pupypunk se vestiría de tonos negros, pero aceptaría el brillo y el rosado en la chaqueta de cuero. El gris en la lana de invierno es un color pupypunk, los bordes circulares de los cuellos, los chalecos heredados que nos recuerdan a esas abuelas que fueron revolucionarias o íconos de sus barrios. Las jardineras, las poleras a rayas en la soltura y letras de Rosario Bléfari: aquí tiene que ver más con la personalidad, de otro modo, quedaría solo en el pupy. Mostacillas de metal en el cuello, cadenas, mariposas y cisnes tatuados suciamente. Creer en algún tipo de espiritualidad bajo los cielos cosmopolitas y anónimos.
Ciertos momentos del otoño o la primavera son pupypunk: la lluvia torrencial que sucede en un abrir y cerrar de ojos durante la noche. Pero no tendrá protagonismo al día siguiente. Será delatada por unos charcos que reflejan la nubosidad parcial, en el rocío demasiado exagerado de la mañana, en la ropa que olvidamos guardar. Un día nublado en la playa cerca del mar, con viento, tapadas con nuestros gorros. Pero quizás voy demasiado lejos. En realidad, lo pupypunk no pertenece del todo al artificio ni a la naturaleza. Hay un pie, aunque sea demasiado pequeño, en la sensibilidad bucólica. Por ejemplo, Chiloé tiene paisajes y momentos así: iglesias góticas llenas de penumbra que conviven con chalecos de lana y hospitalidad.
Escribir poesía en el siglo XXI puede tener una cuota de pupypunk, sin duda. Pero no toda poesía lo es. Stella Díaz Varín vivió de una manera punk, quizás, pero su escritura es más cercana al pupypunk. Se afloja la actitud defensiva y se abre un mundo de misterios. Tal vez nunca leeremos “acuéstate a mi lado”, pero tampoco “mátame”. En cambio, leemos: “Quiero caminar contigo / de pie sobre el agua” y “Uno no puede valerse de nadie”.
Lo pupypunk no logra ser moral ni aleccionador. Tampoco es un gesto meramente estético, aunque sí individualista. Se parece más a sobrevivir. Es una forma de salvaguardar una alegría sin entregarse totalmente a ella. Una técnica de evasión de la amargura, una crítica silenciosa a la banalidad, un riesgo interior que nadie nos pidió.
Drago Yurac (Santiago, 1996). Escritora, editora, traductora. Psicóloga y licenciada en Estética por la PUC. Publicó el libro de poesía El esplendor oculto (Pez Espiral, 2024). Ha publicado traducciones de poesía y narrativa: Lydia Tomkiw, Penny Rimbaud, Yone Noguchi, D. H. Lawrence, entre otras. Colabora con diversas escrituras sobre filosofía, estética, arte, psicología, literatura y teatro, para distintas revistas. Le interesa explorar los géneros híbridos y las joyas ocultas.